Sunday, October 22, 2006

TRABAJO N° 02


LA DIALECTICA

Dialéctica, en filosofía, método que investiga la naturaleza de la verdad mediante el análisis crítico de conceptos e hipótesis. Uno de los primeros ejemplos de método dialéctico lo ofrecen los Diálogos del filósofo griego Platón, en los que el autor acomete el estudio de la verdad a través de la discusión en forma de preguntas y respuestas. El más famoso alumno de Platón, Aristóteles, entiende la dialéctica como la búsqueda de la base filosófica de la ciencia, y utiliza a menudo el término como sinónimo de ciencia de la lógica.

El filósofo alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel aplica el término dialéctica su sistema filosófico. Hegel pensaba que la evolución de las ideas se produce a través de un proceso dialéctico, es decir, un concepto se enfrenta a su opuesto y como resultado de este conflicto, se alza un tercero, la síntesis. La síntesis se encuentra más cargada de verdad que los dos anteriores opuestos. La obra de Hegel se basa en la concepción idealista de una mente universal que, a través de la evolución, aspira a llegar al más alto límite de autoconciencia y de libertad.

El filósofo alemán Karl Marx aplicaba el concepto de dialéctica a los procesos sociales y económicos. El llamado materialismo dialéctico de Marx, con frecuencia considerado como una revisión del sistema hegeliano, afirma que las ideas sólo son el resultado del determinismo de las condiciones materiales dadas.


CRÍTICA DE LA RAZÓN DIALÉCTICA



INTRODUCCIÓN

Crítica de la razón dialéctica, título abreviado por el que es más conocida la Crítica de la razón dialéctica, precedida de Cuestiones de método, obra del filósofo francés Jean-Paul Sartre. Fue publicada en 1960 con el título original de Critique de la raison dialectique (précédé de Questions de méthode).

A lo largo de sus páginas, Sartre se preguntaba cómo constituir una antropología estructural e histórica, que no sacrifique la concreción del objeto estudiado en un sistema fijo de conceptos. Subrayaba entonces que sólo la antropología marxista puede servir para tal propósito, pero con la condición de que ésta se fundamente en la comprensión de lo humano que supone el existencialismo. No obstante, si el materialismo histórico de Karl Marx es cierto, entonces la historia es dialéctica, una totalización: ¿pero hay una razón dialéctica? ¿O bien la racionalidad positivista de las ciencias es suficiente para estudiar al hombre? Estas son las preguntas fundamentales planteadas por Sartre en Crítica de la razón dialéctica.

DE LA PRAXIS INDIVIDUAL AL COLECTIVO SERIAL

En la introducción de la Crítica de la razón dialéctica, Sartre precisa el método que empleará para establecer la existencia de la razón dialéctica: no se trata de postular a priori, como hacía Georg Wilhelm Friedrich Hegel, sino de descubrirla en una experiencia dialéctica, que partirá de la praxis individual para llegar a esta “totalización sin totalizador” que constituye la historia. Se trata pues de un método crítico, parecido al que utilizaba Immanuel Kant, y que se opone a todo dogmatismo, bien se trate del hegeliano o del de la dialéctica de la Naturaleza, que extrapola los fenómenos naturales de la estructura dialéctica de la acción humana, es decir de la praxis. Porque si la razón dialéctica sirve, sólo puede ser en el mundo histórico y social del hombre, y no como una ley trascendente que se impone a priori a los fenómenos.

Sartre parte pues, en el libro I (“De la praxis individual a lo práctico-inerte”) del organismo práctico, es decir, del individuo, que es la única realidad para este “nominalismo dialéctico” que es la filosofía dialéctica de Sartre. Si hay una dialéctica histórica, es porque la praxis individual, desde su forma elemental que es la necesidad, es desde el primer momento dialéctica; dicho de otro modo, porque supera el medio dado en un proyecto que lo totaliza, que le da unidad. La praxis es, en este sentido, ante todo trabajo, instrumentalización por el organismo practico (el individuo en acción) de la materia inerte. En este estadio, es todavía libre y es el fundamento de las relaciones humanas, que se dan como reconocimiento recíproco, sobre el fondo de un mismo campo práctico, de la libertad de cada uno. Sin embargo, la praxis, inscribiéndose en la materia inerte, se objetiviza y se vuelve contra su autor: al encarnarse, es desviada, en efecto, por lo inerte, y desarrolla contra-finalidades, (así, por ejemplo, la deforestación efectuada por los campesinos chinos provoca inundaciones). Peor incluso, se transforma en exigencia de lo útil con relación al individuo. La constitución de un mundo práctico-inerte, en el que la praxis se fija en la materia inerte, se identifica pues como la primera experiencia de la necesidad, es decir, de la alienación, puesto que mi acto me es devuelto como otro diferente (alienado).

Esta alienación es, sin embargo, el fundamento del ser social: el lugar en el medio práctico-inerte, por ejemplo en el sistema productivo, determina sin duda mi ser-de-clase. Pero la primera forma de colectivo no es la clase, sino lo que Sartre llama la “serie”: en ese género de colectivo, en el que la multitud que espera el autobús puede ser un ejemplo, sólo estoy unido al otro por una determinación exterior (mi lugar en el sistema material). Por tanto, no soy el mismo que el otro en tanto que soy otro del otro: por este motivo la serialización de los individuos toma la forma de una colectividad atomizada, en la que la totalización es solamente exterior; se define de este modo por su impotencia con relación a sus condiciones de vida, y por la estructura de lateralidad, aún cuando la rareza que caracteriza nuestro mundo (y que es una categoría fundamental de Sartre) hace de cada hombre un contra hombre. ¿Cómo hacer entonces la experiencia de una verdadera totalización? En el grupo, contesta entonces Sartre.


DE LA PRAXIS DEL GRUPO A LA DIALÉCTICA CONSTITUIDA DE LA HISTORIA

En el libro II de Crítica de la razón dialéctica (“Del grupo a la historia”), Sartre se pregunta cómo superar la alienación y pensar en una libertad común, más allá de la abstracción de la praxis individual. El grupo es precisamente ese colectivo que supera sus condiciones de vida en un proyecto común: la multitud revolucionaria de las jornadas de julio de 1789 fueron, para Sartre, el modelo elemental de una multitud de libertades que se unen en función de un proyecto común, el modelo de un grupo-en-fusión. En este caso, siempre es la praxis individual la que es constituyente; pero esta praxis no está tan aislada y determinada por el exterior, como en el caso del colectivo serializado; se une a la praxis del otro, en tanto que cada uno desempeña el papel de tercer mediador entre el otro y el grupo.

No obstante, el grupo-en-fusión no puede durar: tiene que dotarse de estructuras permanentes. El compromiso, por el que cada uno limita libremente su libertad, tiene precisamente como finalidad transformar el grupo-en-fusión en grupo organizado, en el cual cada uno ocupa una función a partir de ese momento. La inteligibilidad de este grupo es entonces la fraternidad-terror: el compromiso constituye de hecho a cada uno como hermano, pero también concede a cada uno el derecho a suprimir al otro por la violencia en caso de traición.

La experiencia de la organización es entonces la de la “necesidad de la libertad”, es decir, la de la necesidad interiorizada libremente por el grupo para durar. Pero la libertad del grupo se sitúa en adelante contra la libertad de la praxis individual, que siempre amenaza a la anterior: de ahí que la necesidad de la institución sea la encarnación de esta libertad (“soberanía”) situándose para sí. Mientras que tiene por función eliminar la serialidad renaciente en el grupo organizado, de hecho, la introduce de nuevo, puesto que en adelante nadie es ya tercer mediador, sino que el tercero se ha convertido en exterior, como lo demuestra el ejemplo del Estado. El nuevo modelo de la praxis común es entonces lo que llama Sartre “el exterio-condicionamiento” en el que cada uno, creyendo que actúa libremente, está condicionado por la institución. Es la perdida de la libertad y el renacimiento de la alienación.

La experiencia dialéctica está entonces terminada: se caracteriza por su circularidad, dado que, partiendo de la praxis individual (constituyente), pasando por la serie, hasta la praxis (constituida) del grupo, reencontraremos esta praxis individual como disolución de la praxis de grupo institucionalizado, cuando reaparece en él la serialidad. Hay que situarse por encima de estas categorías para captar su inteligibilidad en el verdadero “medio de lo concreto” que constituye la historia que forma una unidad, y ¿podemos comprenderla como una “totalización sin totalizador”?

A esta pregunta debería de contestar el segundo volumen de Crítica de la razón dialéctica, que nunca acabó su autor, pero del que Arlette Elkaïm-Sartre publicó unos extractos apasionantes en una edición póstuma. Inacabada de hecho o imposibilidad para Sartre de constituir una verdadera filosofía de la historia, ¿qué le hubiera inducido a ir más allá de su punto de vista estrictamente individualista? El debate quedó abierto para los intérpretes de Sartre. Esto no impide que con el volumen primero de la Crítica de la razón dialéctica, el filósofo francés proporcionara ya los elementos necesarios para un pensamiento colectivo y para una limitación posible de la libertad, lo que había sido imposible en la teoría de la libertad absoluta del Para-sí expuesta en El ser y la nada (1943).

DIALÉCTICA HEGELIANA

Una de las mayores aportaciones de Georg Wilhelm Friedrich Hegel a la historia de la filosofía occidental fue su concepto de dialéctica. En el siguiente texto, Emile Bréhier explica el continuo autodesarrollo de la realidad en tesis, antítesis y síntesis, en torno al cual el filósofo alemán fundamentó su pensamiento.
Fragmento de Historia de la filosofía.
De Emile Bréhier.
Volumen II: sexta parte, capítulo IX, 3.

El pensamiento hegeliano vive habitualmente en esa atmósfera nebulosa, tan frecuente en aquella época, en que la religión y el auténtico saber se identifican; la religión no es ya fe absoluta, exterior a un saber humano progresivo, y relativo, sino que intercambia sus características con el saber, ofreciéndole su absoluto a cambio de la racionalidad de aquél. Esa filosofía reproduce, con dieciséis siglos de distancia, aquellas revelaciones agnósticas en las que el elegido se vanagloriaba de captar, en su encadenamiento racional y necesario, toda la serie de la vida divina, de la que la naturaleza y la vida humana, son meros aspectos. El ser cerrado del universo no tiene en sí fuerza alguna con que oponerse al ardor del conocimiento; debe abrirse ante él y ofrecer a sus miradas su riqueza y su profundidad; la filosofía es la conciencia de su propia esencia, «luz sagrada» cuyo recuerdo y sentimiento han perdido las demás naciones y que Alemania tiene la misión de conservar. Hegel opone esta filosofía, que busca la verdad, a la insipidez de la Aufklärung y a las renuncias de la Crítica.

La filosofía capta las cosas, la naturaleza y la historia en su «verdad», es decir, como medios de realización de un espíritu que, por ellas y en ellas, toma conciencia de sí. El anuncio del advenimiento del espíritu, la convicción de que ese advenimiento proporciona una explicación exhaustiva de todo lo real, es lo que sitúa decididamente a Hegel entre esos anunciadores del espíritu que transforman los dogmas oscuros del cristianismo en pensamiento traslúcido: «Lo que antes había sido revelado como misterio y que sigue siendo un misterio para el pensamiento formal en las formas más puras, y más aún en las formas oscuras de la revelación, es revelado ahora por el pensamiento mismo que, en el derecho absoluto de su libertad, afirma su voluntad decidida de no reconciliarse con el contenido de lo real más que si sabe darse la forma más digna de él: la del concepto de la necesidad que vincula a todas las cosas y que, así, las libera. Su objetivo es «la traducción de lo real en la forma del pensamiento», objetivo que recuerda la invención de los lenguajes místicos, que volvían por aquel entonces a ponerse de moda. Paralelamente a la «traducción» hegeliana, aparecían intentos como el de J. A. Kannes que, en 1818, y de forma parecida a Saint-Martin, veía en la lengua hebrea, como Plotino había visto en su tiempo en los jeroglíficos, «la lengua del espíritu, ya que una sola palabra expresa varias cosas que, desde fuera, parecen separadas, pero que están unidas en íntimo parentesco».

La filosofía de Hegel es una vasta alquimia: se trata de transformar en pensamientos los datos de los sentidos y las representaciones, de introducir universalidad y necesidad allí donde se nos da individualidad y yuxtaposición. Para entender bien este sistema hay que habituarse a la idea de que una misma realidad puede estar situada en diversos niveles, como el mundo sensible era imagen del mundo inteligible, en el platonismo, o como cambiaba el aspecto del mundo según el punto de vista de las mónadas en Leibniz. «Mediante la reflexión (Nachdenken) se realiza un cambio en la manera en que estaba el contenido en la sensación, la intuición y la representación y sólo mediante ese cambio llega a la conciencia la verdadera naturaleza del objeto... El error consiste en querer conocer la naturaleza del pensamiento bajo la forma que adopta en el entendimiento. Pensar el mundo empírico es exacta y esencialmente transmutar (umändern) su forma empírica, convirtiéndola en un universal».

La tríada hegeliana es el movimiento de una realidad que, planteada primero en sí (an sich) (tesis), se desarrolla después fuera de sí o por sí en su manifestación o verbo (antítesis), para volver enseguida a sí (in sich) y permanecer consigo (bei sich) como ser desarrollado y manifiesto. El conjunto de la filosofía es la exposición de una vasta tríada: ser, naturaleza, espíritu; el ser designa el conjunto de caracteres lógicos y pensables que tiene en sí toda realidad; la naturaleza es la manifestación de lo real en los seres físicos y orgánicos; el espíritu es la interiorización de esa realidad. Pero en cada uno de los términos de esa tríada se reproduce el ritmo triádico; dentro del dominio del ser hay un ser en sí, un ser por sí, o manifestación del ser, que es la esencia (Wesen), y un ser vuelto sobre sí, que es el concepto (Begriff); en la naturaleza hay una naturaleza en sí, que es el conjunto de las leyes mecánicas, una naturaleza por sí o manifiesta, que es el conjunto de las fuerzas fisicoquímicas y, por último, una naturaleza en y por sí, que es el organismo viviente; en el espíritu hay un espíritu en sí o espíritu subjetivo, sede de los fenómenos psicológicos elementales, un espíritu por sí o espíritu objetivo, que se manifiesta en el derecho, las costumbres y la moralidad, y un espíritu por sí o espíritu absoluto, sede del arte, de la religión y de la filosofía. A su vez, cada término de las tríadas subordinadas se desarrolla siguiendo también un ritmo triádico: el ser en sí es en sí cualidad; por sí, cantidad; en y por sí, medida. El ser por sí o esencia es en sí esencia; por sí, fenómeno; en y por sí, realidad. El ser en y por sí o concepto es en sí concepto subjetivo; por si, objeto; en y por sí, idea. Análogamente: la naturaleza en sí es en sí espacio y tiempo; por sí, materia y movimiento; en y por sí, mecanismo. La naturaleza por sí o física es en sí materia universal; por sí, cuerpos aislados; en y por sí, proceso químico. La naturaleza en y por sí u organismo es en sí reino geológico; por sí, reino vegetal; en y por sí, reino animal. El espíritu en sí o espíritu subjetivo es en sí alma; por sí, conciencia; en y por sí, espíritu. El espíritu por sí o espíritu objetivo en sí derecho; por sí, costumbres; en y por sí, moralidad. Por último, el espíritu absoluto es en sí el arte; por sí, la religión revelada; en y por sí, la filosofía. Es fácil concebir que cada uno de los veintisiete términos de las nueve tríadas se desarrolla a su vez en otras tantas nuevas tríadas, sin que se vea con claridad la razón que pudiese detener en estos últimos términos la descomposición triádica; tomando uno tras otro estos últimos términos, tenemos, desde el ser abstracto hasta el pensamiento filosófico, una serie de términos que representan todas las formas posibles de lo real, desde las formas lógicas del pensamiento hasta las formas más elevadas de la vida espiritual, pasando por la naturaleza inorgánica y viva; en ellos reconocemos la cadena o serie de formas, cuya concepción había dominado, a partir de Leibniz, la filosofía del siglo XVIII.

Aunque este cuadro de conjunto da una idea bastante clara del aspecto triádico exterior de la filosofía de Hegel, no responde, en cambio, a su manera de exponerlo. Su objetivo y su pretensión consistían en mostrar cómo la cadena o serie es engendrada progresivamente por el ritmo triádico: cada término de la cadena no es como un término inerte, producto de una clasificación lógica; cada término en sí es un planteamiento del espíritu o, como decía Hegel, una definición de lo absoluto, con el deseo de permanecer consigo (bei sich) y vencer así la negación y la exterioridad. En cada uno hay, pues, una potencia dialéctica que lo impulsa a negarse a sí mismo en un segundo término, para reencontrarse en un tercero, después de esa negación; este tercer término es el punto de partida de una segunda tríada, y el movimiento continúa así hasta la realidad que contiene en sí todas las negaciones. Es como una serie de pulsaciones, cada una de las cuales es, por su forma, idéntica a la precedente, y cuya acumulación misma engendra, sin embargo, realidades nuevas.

El método hegeliano, sin embargo, no presenta esa nitidez más que de modo ideal y con frecuencia resulta imposible descubrir en claridad el ritmo triádico, sobre todo en lógica.
Fuente: Bréhier, Emile. Historia de la filosofía (2 vols.). Traducción de Juan Antonio Pérez Millán y Mª Dolores Morán. Madrid: Editorial Tecnos, 1988.



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